España, una democracia liberal en el seno de la Unión Europea, se enfrenta en los próximos años a varios retos que son comunes al resto de países de su entorno, pero también a otros específicos provocados por su propia complejidad interna y su sistema productivo. Con el objetivo de mirar a largo plazo, las luces largas y una mirada abierta, el Cercle d’Economia ofrece reflexiones de alcance para que el conjunto del país –una realidad innegable, desde el punto de vista demográfico, histórico y humano– pueda tener herramientas con las que superar todos esos obstáculos.
La crisis provocada por la pandemia de la covid-19 se superpone a otra crisis, la que se inició en 2008 y no se ha acabado de superar, lo que complica una salida socioeconómica con todas las garantías. Pero lo que ha sucedido con el virus de la covid-19 ha acelerado tendencias que ya estaban latentes y que muestran dificultades en el modelo económico, con una baja productividad, con una fuerte dependencia del sector turístico y una administración pública a la que le cuesta adaptarse a los nuevos tiempos y con una organización territorial que ha demostrado sus ineficiencias en la gestión de la pandemia y no satisface las demandas de autogobierno de comunidades como Cataluña.
Todo ello se produce en un contexto político e internacional en el que las democracias sufren el auge de los populismos y el lenguaje político ha cambiado, con una mayor tensión, y con el eje del poder orientado de forma decidida hacia el Pacífico. España, que forma parte de la Unión Europea, debe asumir, como el resto de sus socios del continente, que el protagonismo se ha traslado a esa zona del planeta, más dinámica y con valores culturales propios, ajenos a Occidente.
Y para abordar todo ello, el Cercle d’Economia ha organizado un ciclo –coordinado por Miguel Trias, miembro de la Junta del Cercle– a partir de cuatro grandes ámbitos, con intervenciones de expertos y responsables políticos, invitados a debatir, más allá de lo que pueda suceder a corto plazo, las reformas necesarias en el ámbito económico, en la administración, en la arquitectura institucional y en la organización territorial. Se han celebrado cuatro sesiones de debate en torno a los cuatro ejes siguientes:
a) El modelo productivo en la pospandemia; ¿cómo podemos mejorar la productividad de nuestro sistema económico y utilizar el fondo de reconstrucción para tal finalidad?
Con Pablo Hernández de Cos e Isabel Martínez-Cosentino, moderados por Xavier Vives
b) El deterioro de la gestión pública, ¿cómo hay que revertirlo?
Con Meritxell Batet y Víctor Lapuente, moderados por Jordi Gual
c) La crisis institucional: la polarización de la política en el contexto de crisis del modelo representativo
Con Daniel Innerarity, Josep Piqué y Esther Vera, moderados por Miguel Trias
d) El debate sobre el modelo territorial español: ineficiencias del sistema y dinámica centro/periferia
Con Enric Juliana, Jacint Jordana y Francisco Pérez, moderados por Javier Faus
Asimismo, intervinieron en sesiones específicas:
El presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig; el europarlamentario y profesor de la London School of Economics, Luis Garicano; el presidente del Partido Popular, Pablo Casado; la vicepresidenta 2ª del Gobierno y ministra de Asuntos Económicos y Transformación Digital, Nadia Calviño, y el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno Bonilla.
El modelo productivo en la pospandemia
La pandemia de la covid-19 ha acelerado algunos procesos latentes en la economía española. El parón económico ha dañado con especial virulencia algunos sectores que eran pilares del modelo productivo español. Sin embargo, el nuevo contexto, marcado por el acuerdo de la Unión Europea de lanzar un plan de reconstrucción ambicioso, puede suponer para España una oportunidad para reformar ese modelo productivo que ocasiona desde hace años una pérdida de competitividad. Se trata de mirar a medio y a largo plazo para que el conjunto del país ofrezca mejores oportunidades a sus próximas generaciones, aunque el trabajo también se debe hacer a corto plazo, para poner en marcha, con toda su potencialidad, el tejido productivo.
En España, el crecimiento de la productividad total de los factores se fue agotando a finales de los ochenta, como apunta el miembro de la Junta del Cercle d’Economia Xavier Vives. Esa baja productividad, sin embargo, quedó enmascarada por el boom inmobiliario, previo a la crisis de 2008, y el sector turístico también ayudó a mejorar la balanza de pagos. A pesar de ello, el déficit estructural se mantuvo y no se pudo reducir.
La crisis financiera y económica, a partir de 2008, se transformó en una crisis de deuda. A partir de 2010, se intentaron corregir los desequilibrios fiscales, pero con un aumento del paro, lo que castigó de forma especial a los contratos temporales. La recuperación de la competitividad se ancló solamente en la reducción de los salarios. Todo ello derivó en un aumento de la desigualdad, medida por el coeficiente de Gini, y un incremento de la pobreza relativa, y se mantuvo el déficit estructural que se iba arrastrando.
Algunos foros, como el propio Cercle d’Economia, habían señalado la necesidad de profundizar en determinadas reformas para mejorar la productividad de la economía española. Vives recuerda que se habían propuesto cambios en distintos sectores. El Gobierno, en cambio, solo entró en dos de ellos: el saneamiento del sistema financiero y la reforma parcial del mercado de trabajo. Quedaban pendientes reformas en la consolidación de las cuentas fiscales, en la mejora del maltrecho mercado de la vivienda de alquiler, en las pensiones, en la administración de Justicia, en el sistema educativo, en el campo de la productividad, en el sector energético, en el mundo cientificotécnico y en la universidad.
Frente a todo eso, que los Ejecutivos españoles no han abordado de forma clara, lo que ha sucedido en los últimos años –y también como válvula de escape para salir de la crisis que impactó con fuerza desde 2008–, es que ha aumentado la dependencia del sector turístico. Por ejemplo, en la ciudad de Barcelona ese factor resultó decisivo para una salida de la crisis. En paralelo, el sector exportador mejoró de forma notable su productividad, pero ese mayor peso comporta también que esté sujeto a una mayor vulnerabilidad por las disrupciones en la cadena global de valor, como se ha comprobado con la pandemia de la covid-19.
Estancamiento en la agenda reformista
En la cuestión de la productividad económica también inciden otros factores, ligados a la política y a la salud de las instituciones. Ha habido casos de corrupción, con ciclos electorales constantes y una mayor tensión política. En estos años no se ha contado con una actualización del modelo de financiación autonómica. Y, mientras el sector privado se ha reestructurado, no lo ha hecho de la misma forma el sector público. Ello ha derivado en un estancamiento de la agenda reformista.
En los últimos años, al margen de todas esas circunstancias, España ha contado con vientos de cola, gracias a la reducción del precio del petróleo y a la política monetaria del BCE, con bajos tipos de interés. Sin embargo, se han mantenido los mismos problemas, como un alto endeudamiento exterior, una temporalidad elevada de los contratos de trabajo y un aumento de bolsas de pobreza. Todo ello con una estructura de pequeñas y medianas empresas que es poco competitiva, porque se debería ganar tamaño, precisamente, para abordar retos necesarios como la inversión en I+D+I. Ha habido, en paralelo, poco esfuerzo en el sector educativo.
Vives señala las carencias de la economía española, que no se acaban de superar. De hecho, se repite un mismo patrón: cuando llegan las crisis, la fórmula para salir con cierta celeridad pasa por echar mano de los sectores más intensos en mano de obra, que refuerzan a esos motores tradicionales como el turismo, que ha representado hasta el 14 % del PIB. Cuesta salir de ese círculo poco virtuoso.
El Banco de España ha señalado esa baja productividad en sus últimos informes. La consideración de su gobernador, Pablo Hernández de Cos, es que la pandemia de la covid-19 no ha provocado otra cosa que acelerar tendencias anteriores, y que pone de manifiesto la necesidad de revitalizar el modelo productivo, con una apuesta por la digitalización. España debe ser consciente, como otros países del entorno europeo, de que la pandemia puede traer consigo una reversión de la globalización, y que el sector servicios puede sufrir, con la posibilidad de que no recupere el lugar que ocupaba antes. Es decir, todo obliga a que el conjunto del país sea consciente de que debe elevar la productividad en todos sus sectores económicos.
Una de las derivadas de la crisis es la apuesta por la industria, un sector que ha ido perdiendo fuelle en las últimas décadas. La Unión Europa fijó unos objetivos para el sector: debía alcanzar en España el 20 % del PIB en 2020, pero se ha quedado en el 16 %. Alemania, en cambio, mantiene un sólido 26 %. El sector privado ha intentado superar ese reto, y determinadas empresas son un ejemplo de como se puede aumentar la productividad y ser muy competitivas en el mercado exterior. Es el caso de Cosentino, una empresa familiar española; su consejera, Isabel Martínez-Cosentino, señala que han alcanzado una presencia en 140 países, en 30 de ellos con oficina propia. La clave ha sido la innovación, con acuerdos con universidades y un plan de formación constante para sus trabajadores. El 90 % de la producción se exporta y el 50 % está en el mercado de Estados Unidos.
Lo que Cosentino pone de manifiesto es la necesidad de apostar, sin fisuras, por la llamada Formación Dual, con una colaboración constante con las universidades y los departamentos de investigación. Se debería considerar esa cuestión como un auténtico “pacto de estado” que llevara al tejido productivo a considerar que la innovación es el secreto para poder competir con garantías en el mercado global.
Una de las consideraciones que ha ofrecido el Banco de España en los últimos meses es que las ayudas a corto plazo son necesarias y todas las palancas que puedan paliar la actual situación serán bien recibidas, pero que a medio y largo plazo será necesario abordar un cambio profundo en las estructuras económicas de España. Y que, de hecho, la voluntad de afrontar esos cambios con planes creíbles y sólidos será clave para salir de forma más vigorosa de la crisis. Es decir, España necesita ganar credibilidad.
La respuesta europea se ha producido con un fondo de reconstrucción de 750 000 millones de euros. De ellos, 140 000 serán para España. Unos 72 000 millones como ayudas directas y el resto como préstamos con bajos tipos de interés. Para España es esencial –al margen de las reformas que se puedan acometer– el sector turístico. Hernández de Cos considera que no habrá una reducción significativa del turismo cuando se pueda normalizar la situación con la campaña masiva de vacunación. Sí se producirá un cambio importante, a su juicio, en el ámbito laboral, con una apuesta clara por el teletrabajo y una mayor digitalización.
Fondos europeos y los costes de transición
En todo caso, ¿a qué se enfrenta España en los próximos años? Una de las preocupaciones se centra en los daños estructurales en la economía. Habrá una deuda pública muy importante y la desigualdad se incrementará. Se trata de dos aspectos que ya estaban latentes, pero que pueden agravarse. Por ello, el consenso se ha establecido en torno a dos factores: no retirar los estímulos, ni los fiscales ni los monetarios, pero acompañarlos de reformas estructurales importantes.
Las autoridades económicas son insistentes en esa cuestión. El Banco de España considera que la evidencia respecto a los multiplicadores fiscales es enorme cuando se ofrece credibilidad: qué se está dispuesto a hacer y cómo se piensa lograr. Lo que se pide, por tanto, es el diseño de un programa de consolidación fiscal gradual. Y lo que se espera es que todas las economías ganen en flexibilidad, porque los nuevos tiempos lo exigen.
Los fondos europeos han sido concebidos para afrontar esas reformas estructurales, aunque están dirigidos hacia dos grandes campos: la digitalización y la transición energética. Sin embargo, puede haber partidas significativas para otras cuestiones. Hernández de Cos ha sugerido que esos recursos pueden ayudar a financiar los llamados “costes de transición” que esas reformas estructurales implican.
Se trata de abordar cuestiones específicas de la economía española: baja productividad, mercado laboral y desigualdad. Y afrontar también otras más generales, como la digitalización, el envejecimiento o el cambio climático. Y estar presente e incidir, como país, en un fenómeno importante para España: el debate sobre el multilateralismo. España ha jugado bien en los últimos años, con un esfuerzo notable en el proceso de internacionalización de sus empresas. Pero eso implica ahora, precisamente, un mayor peligro por las tendencias que existen en esa posible desglobalización. Y debe incidir en ese debate, primero en el seno de la Unión Europea y también en la esfera internacional.
España también debe estar presente en la configuración de la unión política y fiscal europea. Los avances han sido notables, como lo prueba el hecho de que la Comisión Europea haya aprobado un fondo de reconstrucción dotado con 750 000 millones de euros, unos recursos que se buscarán en el mercado con la garantía del presupuesto de la Unión Europea. Es decir, y como ha considerado el eurodiputado Luis Garicano en el propio Cercle d’Economia, se trata de un punto de inflexión que se podría repetir en el futuro si el plan se utiliza con criterio y los países centrales de la UE entienden que ha dado su fruto. Un precedente que denota la voluntad de caminar hacia una unión fiscal y política más sólida y que era impensable hace solo dos años. No obstante, como señala el propio Garicano, es esencial que la selección de proyectos se lleve a cabo con criterios objetivos y la canalización de los fondos se estructure eficientemente.
Pese a ese avance, España debe estar pendiente de mejorar la gobernanza europea, que todavía presenta importantes carencias. El trabajo debe ir encaminado hacia la consolidación de un mecanismo de estabilización macroeconómico de carácter permanente, el cierre de la unión bancaria, con un fondo de garantías de depósitos común, y la profundización en el mercado de capitales.
El Cercle d’Economia ha trabajado durante décadas para la implementación de planes que mejoraran la productividad de la economía española. Y la necesidad de reformas se comprueba cuando se señala la evidencia de las cifras: la evolución de la productividad total de los factores ha sido pobre, de un 0,2 % en las últimas dos décadas, muy por debajo de la media europea. Y no es un problema concreto de un determinado sector. Es cierto que la composición del modelo productivo no ayuda, pero la baja productividad es general. Los porcentajes de paro han arrojado una media del 17 % desde 1980. Y los datos del último trimestre de 2019, antes de la pandemia de la covid-19, señalaban que el 43 % de los desempleados llevaban más de un año buscando trabajo.
Lo que se ha producido es una pérdida de capital humano, con consecuencias graves que han derivado en un aumento de la desigualdad. Los datos sobre la formación tampoco ayudan, ya que el abandono escolar entre los jóvenes de 25 a 29 años es elevado, del 32 % en hombres y del 23 % en mujeres, mientras que en la Unión Europea esos porcentajes son menores, del 17 % y del 14 %, respectivamente. La tasa de paro entre universitarios es el doble que en Europa y los que consiguen empleo lo hacen en trabajos de menor cualificación. La reforma del sistema educativo aparece como algo esencial. Asimismo, el sistema de innovación debe mejorar, dado que tenemos una inversión en I+D+I en el sector privado mucho más baja de lo necesario.
Ayudar al sector empresarial
Una de las cuestiones que se repite cuando se intenta abordar el paquete de reformas que necesita España hace referencia al tamaño de las empresas. El Cercle d’Economia ha insistido en ello y el Banco de España incide en que en las pymes la productividad media es más baja. Y existe, y eso supone una gran paradoja, un conjunto de regulaciones que las defienden, pero que impide, precisamente, que ganen tamaño. Otro de los problemas se centra en el mercado interno español: no deberían existir trabas entre las distintas comunidades autónomas. Y, aunque se han minimizado, ahora podrían resultar un problema grave cuando se busque una salida económica tras la crisis provocada por la pandemia.
Desde el punto de vista jurídico, el paquete de reformas debería contemplar un mecanismo más ágil para abordar los concursos de acreedores. Hay empresas que se han endeudado mucho, pero son viables. Se debe, por tanto, facilitar la reestructuración de esa deuda de forma eficiente sin poner en peligro la propia empresa. Y, en todo caso, se debería poder finiquitar empresas cuando no presenten ninguna viabilidad para que no haya “zombis” en el mercado, y asegurar que los activos que queden tengan valor.
La reforma que sí se hizo en la etapa del anterior Gobierno central, la reforma laboral, no ha acabado con uno de los problemas seculares en España: la tasa de temporalidad se mantiene en el 25 %, cuando en la Unión Europea es del 14 %; las empresas no invierten en sus trabajadores temporales. Hay fórmulas que pueden incidir en ese mercado de trabajo a partir de la formación continua, de políticas activas de empleo, siguiendo la experiencia de los países nórdicos. En ese sentido será importante tener en cuenta como ha afectado o puede afectar el teletrabajo a la productividad. El Banco de España considera que no hay un efecto inocuo en esa práctica y que se deberá profundizar en ello una vez se supere la pandemia.
España ha puesto en marcha un plan económico para paliar la crisis de la covid-19, pero las patronales y el mundo económico han pedido que se aporten ayudas directas a las propias compañías. Es un debate que el Gobierno no ha acabado de asumir: la vicepresidenta económica del Ejecutivo, Nadia Calviño, entiende, y así lo expresó en el Cercle d’Economia, que como ayudas directas también se deben considerar los créditos ICO, con el aval del Estado.
Sin menospreciar esos créditos del ICO, el Banco de España reclama más contundencia para que las empresas en peligro no caigan. La cuestión es que los efectos de la pandemia se han alargado en el tiempo, una circunstancia que la propia ministra Calviño ha señalado, y por ello el Ejecutivo se ha visto en la necesidad de aprobar un plan de 11 000 millones de euros, de los que 7 000 se destinarán a ayudas directas. Es la posición que ha defendido el mundo empresarial, con la advertencia de que el impacto de la pandemia ha aumentado el riesgo de un deterioro importante de los balances de las empresas y un sobreendeudamiento que puede lastrar la recuperación y la creación de empleo a partir de la segunda mitad de año. En ese plan podría participar la banca con 1 300 millones de euros adicionales para asumir las quitas de los créditos avalados por el Estado.
Sin embargo, lo que se debe asegurar es un plan a medio y largo plazo que integre las reformas pendientes y que resuelva las deficiencias estructurales en las cuentas públicas. La productividad de la economía española se ganará con confianza en el tejido empresarial y con políticas que vayan encaminadas a ganar también la credibilidad de los mercados.
Medidas impopulares pero necesarias
La cuestión principal, aunque todavía no está en el centro del debate por la necesidad de paliar los efectos de la pandemia, es esa consolidación fiscal que se debería dibujar en el horizonte. Aunque los grandes organismos internacionales, como el FMI, no han dudado en pedir contundencia en las respuestas, desde la política monetaria y la fiscal, España está integrada en la Unión Europea, y el actual acuerdo entre los países del norte y del sur, la “luna de miel”, en palabras del eurodiputado Luis Garicano, no durará siempre. El Banco de España apunta que se debe diseñar ese futuro a medio plazo para que lo que se hace a corto plazo tenga mayor efectividad.
El déficit estructural de España podría ascender, con las políticas adoptadas durante la pandemia, al 5 % del PIB, con una deuda pública cercana al 120 % del PIB. El plan se podría implementar a diez años vista, con una reducción de ese déficit de medio punto anual. No habrá atajos para reducir la deuda. A pesar de algunos cantos de sirena sobre una posible quita de esa deuda, que va acumulando el Banco Central Europeo, con la compra de deuda de los diferentes países, España deberá salir de la crisis a partir de un mayor crecimiento –mejora de la productividad– y de un rediseño de sus finanzas públicas. Ese es el esquema en el que se mueve el Banco de España, con la idea de que la deuda pública vuelva a niveles de la prepandemia en unos diez años.
La tarea para realizar esos cambios corresponde a los dirigentes políticos. Y eso es un problema, porque lo que se deba hacer tendrá un carácter impopular. Sin embargo, se plantea una disyuntiva: ¿qué es más impopular, ese plan a medio y largo plazo para que España consiga un salto real y efectivo en su economía o mantener los actuales niveles de paro, que afectan, especialmente, a los más jóvenes? El objetivo debería ser el de lograr reformas sólidas a largo plazo que no sean revocables. Para ello sería preciso un gran consenso político, que es lo que no se ha tenido en España en los últimos años, lo que podría frustrar el salto cualitativo de la economía española, que tendría que aprovechar una coyuntura que no se había dado nunca con el fondo de reconstrucción europea y con los planes de digitalización, de transición energética y de transformación de muchos sectores.
Gestión pública
El buen funcionamiento de una administración pública es clave para el conjunto de la economía de un país. A lo largo del último año se ha podido comprobar con disfunciones, aciertos y errores por parte de todas las administraciones públicas en España y en Europa. Las administraciones públicas, en todo caso, son fundamentales para asegurar una alta productividad, y tienen un papel relevante en el propio sector público, por actuar como una palanca económica, pero también en el sector privado, como proveedoras de servicios y como agentes regulatorios. Su peso en relación con el PIB representa el 40 % respecto al gasto corriente o de inversión. Y llega al 50 % en cuanto a la regulación de la actividad económica.
Hay varias dimensiones que se pueden analizar respecto a la administración. Desde su papel para captar talento, su capacidad para evaluar políticas públicas, su mayor o menor politización o el grado de independencia de los reguladores públicos. También se debe exigir que presente un alto nivel de eficiencia. España exhibe unos bajos niveles de productividad si se entiende la productividad de todos los factores. Las decisiones que toma la administración son determinantes para la productividad del país, en función, por ejemplo, de si se construye un aeropuerto que no se usa, si se crean y potencian grados universitarios que no tienen salida o si se promocionan centros de investigación que no publican nada. El economista Jordi Gual, vicepresidente del Cercle d’Economia, incide en esa cuestión, al entender que, si bien el sector privado se equivoca también en la asignación de recursos, ello resulta especialmente grave cuando esos errores se producen en la administración de los recursos públicos.
En los últimos meses se ha comprobado que los países que se han comportado mejor frente a la pandemia no han sido necesariamente los que tienen un mayor peso del sector público, sino los que han demostrado tener una administración de mayor calidad. En España se ha gestionado en todo este tiempo desde una gran nevada en Madrid hasta la implementación del Ingreso Mínimo Vital con grandes desajustes. Y muchos empresarios han advertido de que la administración ha sido lenta o no ha estado a la altura cuando se le han reclamado determinadas gestiones, sin que nadie estuviera ni al teléfono ni al tanto de operaciones telemáticas.
Funcionarios politizados
Una de las reformas pendientes, por tanto, que España podría abordar con claridad a partir de la crisis de la covid-19 es la administrativa. El fondo de reconstrucción europeo posibilita una gran inversión en el proceso de digitalización, pero se debe actuar en otras direcciones. Es la propia naturaleza de la administración pública española la que obstaculiza una mejora en la productividad, con relaciones poco eficaces con los dirigentes políticos, y, en ocasiones, contraproducentes, lo que da lugar a muchos casos de corrupción.
En todo caso, no hay fórmulas mágicas. Cada país ha intentado sortear esa cuestión con modelos propios, aunque se parta de un sistema que arranca en el siglo xix. En los años noventa se diseñaron campañas de marketing que apuntaban a una doble responsabilidad: los gobiernos llevaban el timón y las empresas se ocupaban de los remos. Pero depende de la calidad alcanzada por cada una de esas administraciones y de ciertos mecanismos. Uno de ellos, tal vez el principal, es la separación de carreras profesionales entre los funcionarios y los dirigentes políticos.
Un primer problema en España, por lo tanto, como ha estudiado en profundidad Víctor Lapuente, atañe a la politización de los cargos públicos. Las evidencias empíricas señalan que cuando las carreras de los profesionales públicos dependen de las designaciones políticas se producen graves disfunciones, como una menor eficacia, una mayor corrupción o menos creación de empresas.
Ha habido intentos de cambiar esa dinámica hacia un mayor peso de la meritocracia. Los han implementado los países nórdicos, pero también Francia y Portugal; se ha querido fomentar la figura del directivo público, con criterios técnicos y políticos. El objetivo ha sido el de adelgazar esa capa política que se ha superpuesto a los funcionarios profesionales de la administración pública, que, siguiendo esa evidencia empírica, suele tomar peores decisiones.
La respuesta de muchos responsables políticos en España ante esos reproches es que, a pesar de posibles connotaciones negativas, los profesionales públicos que se contratan a partir de la designación política acaban trabajando más y son más eficaces. Pero lo que señala el análisis comparado es que toman peores decisiones y que son cargos que no dicen la verdad a sus superiores políticos, al aprobar decisiones políticas que, desde una consideración técnica o valorando otros factores, no se llevarían a cabo. Se trata de un cambio que debería afrontar la administración pública española, que ofrecería un mensaje al sector privado y a los mercados de cara a mejorar la productividad del conjunto de la economía española.
Lapuente ha considerado que los distintos casos de corrupción, en gran medida, se deben a esa característica del cargo público en España. Apunta Lapuente que esos puestos no tienen ningún incentivo para defender el bien común: “La lealtad al partido, quien de facto te ha contratado, resulta prioritaria, de manera natural, respecto a otras consideraciones. No es solo la lealtad actual lo que determina como actúan los empleados públicos; quizá aún más importante es lo que piensan sobre su situación a largo plazo. En un sistema en el que las carreras de políticos y burócratas están integradas, todos saben que tu consideración dentro del partido es lo que definirá el resto de tu carrera”.
La posibilidad de cambiar esa dinámica, en todo caso, no debería plantearse a través de una gran reforma, sino a través de pequeños y continuados cambios, como se ha afrontado en Portugal y en Francia, pero también en algunas comunidades autónomas como el País Vasco, Navarra o Cataluña –en el departamento de Salud–, como apunta Lapuente. Se trata de que la Administración Central, a su juicio, no imponga tanto el terreno de juego.
Otra de las características que atenazan a esa administración es el exceso de burocratización, con procedimientos que ahora, con el proceso de digitalización, pueden resultar innecesarios. Se trata de cambiar una imagen que ha sido copada por políticos que son altos funcionarios y que disfrutan de privilegios. Tocaría, por lo tanto, desfuncionarizar la administración, con un sector público que promocione la productividad del sector privado. La realidad en España es que el 70 % de las plazas que se ofertan son de poca cualificación y resultan poco atractivas para los jóvenes. Es un sector envejecido, con el 50 % entre 50 y 59 años. Y, en cambio, se abusa de la temporalidad en determinados sectores, como el sanitario.
Respetar la ley o resolver problemas
Una idea central que también se promueve en el mundo empresarial reside en que el profesional necesita incentivos para promover su carrera en ámbitos distintos al de su especialización. En la administración pública española el funcionario hace carrera en el mismo lugar durante toda su vida. Lapuente insiste en que deben poder trabajar “en diagonal”, pasando por distintas agencias en un ministerio o por distintas administraciones. Y, aunque es imposible equiparar los sueldos con el sector privado, sí se puede potenciar esas carreras con incentivos reputacionales. Otro cambio relacionado es que se apueste por ser eficaz, por presentar una buena gestión, más que por “obedecer la ley”, siguiendo los códigos napoleónicos que todavía imperan en el sector público español. Estudios realizados por expertos en la administración muestran que, ante el dilema de resolver un problema o cumplir la ley, los funcionarios españoles se decantan por priorizar el cumplimiento de la normativa sobre la búsqueda de soluciones.
Esas reformas, o retoques pequeños pero constantes, deberían también incorporar altas dosis de transparencia, más necesarias en colaboraciones publicoprivadas porque se necesita una adecuada distribución de los riesgos en función de los proyectos. Y también urge una cultura de la evaluación, no solo ex post, sino ex ante. El talento está presente en las administraciones y no es necesario externalizar la gestión a través de las consultoras.
La administración pública, pese a todo, ha supuesto un asidero durante la crisis, al recibir una enorme demanda de servicios por parte de la ciudadanía y del tejido productivo. Una de las consideraciones que se deben realizar, en un momento de enorme polarización política que ha dado pie a ofertas políticas de carácter populista, es que ese sector público debe poner sobre la mesa con toda la crudeza necesaria las “heridas de la pandemia”, en palabras de Meritxell Batet, presidenta del Congreso de los Diputados. Debe exponer el peligro de que aumente la desigualdad, para, desde ese reconocimiento, implementar políticas públicas y buscar las alianzas pertinentes con el sector privado para reducir esa grave cuestión, que puede desestabilizar un sistema democrático.
El aumento de la precarización puede ser una de las consecuencias de la pandemia. El sector público tiene una enorme responsabilidad con el objeto de establecer marcos de consenso entre los distintos actores de la sociedad española para que no se quiebre la confianza en el futuro.
El Cercle d’Economia ha puesto el acento en esa cuestión al pedir una apuesta clara por el sector sanitario, con aumentos importantes de partidas económicas a partir de la salida de la crisis. Ese equilibrio social es básico si se pretende enviar un mensaje a las nuevas generaciones. Los consensos políticos, sin embargo, se pueden resquebrajar, a juicio de Batet, cuando se produce una ruptura social. Y ese es el riesgo que se corre antes de que los populismos se extiendan y puedan contar con apoyos masivos, en perjuicio de la democracia.
Ahora bien, ¿qué se le debe pedir al sector público? Una de las consideraciones de Batet es que debe ser una garantía efectiva frente a la crisis económica. España ha desarrollado un paquete de ayudas, centrado en los créditos ICO y en los planes sobre los ERTE acordados entre empresarios y sindicatos. También ha dispuesto de ayudas directas, con una partida adicional de 11 000 millones de euros, y ya ha contado, dentro del presupuesto para 2021, con 27 000 millones de euros a cuenta del fondo de reconstrucción europeo.
En ese caso, y a juicio del eurodiputado Luis Garicano, en una intervención en el Cercle d’Economia, se trata de una decisión propia del Gobierno central, porque la primera partida que ofrecerá la Comisión Europea será de cerca de 7 000 millones de euros cuando reciba el primer plan del Gobierno español con los diferentes proyectos y, posteriormente, irá distribuyendo el dinero a medida que se aprueben los distintos programas de inversión que elabore la administración española.
Para salir de la crisis, y al margen de la potencia de fuego con la que se cuente desde el poder público, lo importante es el tipo de decisiones que se tomen previamente. Es lo que asume la presidenta del Congreso al entender que el objetivo es ser lo más “efectivo posible”. Y una de esas decisiones se centra en como se puede ayudar a los sectores más castigados, como la restauración o la hostelería, que podrían encadenar cierres empresariales si no son capaces de aguantar por más tiempo las restricciones impuestas precisamente por la administración pública con el objetivo de paliar la pandemia.
¿Qué ofrece la Administración?
Ese sector público debe compartir recursos con el sector privado para salir conjuntamente de la crisis. Y en ello es esencial el desarrollo en infraestructuras tecnológicas. España, en esa cuestión, ha experimentado una enorme evolución en los últimos cuarenta años. La administración pública ha establecido condiciones también sobre los recursos energéticos y medioambientales y ha fomentado determinados centros de investigación que han ido en beneficio del conjunto de la sociedad, y, en particular, del tejido empresarial.
Esa administración pública también debe ofrecer condiciones necesarias para asegurar la actividad económica, que pasan por un marco regulatorio estable y transparente que asegure proyectos de inversión a largo plazo o la resolución de conflictos. Una cuestión primordial es dotar al conjunto de la sociedad de un sistema educativo acorde con los nuevos tiempos. Sin embargo, Batet constata la aprobación de una nueva ley de educación que no reunió el deseable consenso. De hecho, las disputas ideológicas en España se han reflejado siempre en las leyes educativas, como precisa Miguel Trias, miembro de la Junta del Cercle d’Economia. Se trata de una especie de palanca con la que los dos grandes partidos políticos en España, PP y PSOE, se han atizado desde la transición. Y ello es muy perjudicial para una economía que necesita mejorar con celeridad su productividad, y debe lograrse, en gran medida, a partir de la formación de las nuevas generaciones. Batet considera, en todo caso, que las leyes educativas deben servir, también, para crear ciudadanos y para interiorizar cómo concebimos la esfera pública.
La otra función de la administración pública es la de asegurar la distribución de recursos para lograr un crecimiento inclusivo y cortar el posible ascenso de los populismos. En España todas esas exigencias que se dirigen a la administración pública se están cumpliendo, a juicio de Batet, que apela a la necesidad de defender la política como el instrumento que debe permitir acuerdos y el progreso de una sociedad. La idea que se constata es que detrás de cada hito o del cumplimiento de un objetivo está una decisión política.
Sin embargo, ante la administración pública también deben erigirse ciudadanos que sean responsables y que actúen como ejemplo; ciudadanos que asuman un compromiso con lo público en sus respectivas esferas profesionales, desde el mundo de la empresa, del periodismo o desde la propia política.
El papel de la administración pública, por lo tanto, es el de incentivar la productividad en la tarea que tiene por delante de transformarse y servir mejor a una sociedad que saldrá de la crisis de la covid-19 con profundas heridas. Pero también debe interesarse por otros objetivos, que “no deben pasar solo por el crecimiento económico”.
La cuestión es que algunas administraciones públicas han respondido mejor frente a la crisis porque estaban mejor preparadas y porque sus finanzas estaban más saneadas. Jordi Gual señala que todo lo que se le pide a la Administración más adelante se deberá pagar, y que ello entraña un “riesgo moral”. La deuda acumulada se deberá pagar en los próximos años. España está ligada a la suerte de la Unión Europea, pero deberá preparar el terreno para una futura consolidación fiscal. Por ello, debe ser eficaz en sus decisiones de gasto, y, en ese sentido, España no ha sido un ejemplo, con inversiones que no han resultado rentables, como las que se relacionan con el AVE o con otras infraestructuras. Según Batet, la administración pública no opera únicamente por criterios económicos y debe prestar atención también a criterios de cohesión social o territorial.
Ese debate, sin embargo, debería estar más presente en la vida política y económica española. Se trata de implementar criterios de evaluación de las políticas públicas. Los dirigentes políticos actúan a corto plazo, pendientes de la competición electoral constante, pero las inversiones quedan a muy largo plazo. Y lo que está en juego es la productividad de todos los factores de la economía española, y, en concreto, de la Administración pública española.
Debate territorial
La crisis provocada por la pandemia de la covid-19 ha hecho aflorar, como ha ocurrido en anteriores crisis, los desajustes existentes en el modelo territorial de España. Todo ello ha ocurrido tras un periodo convulso y difícil en el que el proceso independentista en Cataluña ha estado en el centro. Mientras el independentismo ha monopolizado el interés político y mediático, los problemas de las administraciones autonómicas no han dejado de manifestarse. Hay ineficiencias en el modelo que pueden dificultar una salida airosa tras la crisis y que, además, pueden impedir que se aprovechen las oportunidades que se presentarán. La cuestión sobre el estado autonómico atañe de forma principal a la distribución del poder. El Cercle d’Economia se ha caracterizado en las últimas décadas por un análisis exhaustivo de ese reto, con advertencias y señales que indicaban que se podía errar en la construcción de un estado que primara la necesidad de contar con un gran centro político y económico a partir de la ciudad de Madrid. Diferentes expertos han ahondado en esa apuesta, cuyo cuestionamiento ya no lo monopoliza Cataluña.
En los últimos tiempos ha sido el Gobierno de la Comunitat Valenciana quien ha cuestionado el modelo, poniendo el acento en dos direcciones, como considera el presidente autonómico valenciano, Ximo Puig. Su proyecto, denominado la ‘vía valenciana’, llama a la puerta del Gobierno central, pero también a la de la Generalitat de Cataluña, para que los dirigentes políticos catalanes empujen en la misma dirección, se impliquen en la construcción de una España más orientada hacia la periferia y con más peso de las comunidades mediterráneas, dejando de lado, al menos por el momento, un proyecto independentista que ha acabado en un callejón sin salida y con graves consecuencias para sus impulsores.
Vía valenciana
Esa vía valenciana, como ha expuesto Ximo Puig en el Cercle d’Economia, descansa en la voluntad de llegar a acuerdos, tanto en el seno de la Comunitat Valenciana como entre las distintas autonomías y entre estas y la Administración central. La mirada de los valencianos, sin embargo, se dirige más hacia Barcelona para definir un terreno de juego que sirva para cambiar, entre otras cuestiones, el sistema de financiación autonómica. Esta es la gran tarea pendiente, que fue, de hecho, la primera gran reivindicación de Cataluña, con la petición de un ‘pacto fiscal’ que anticipó el proceso soberanista tras la primera multitudinaria manifestación en la Diada de 2012.
La financiación de las comunidades ha sido abordada desde diferentes foros y por distintos especialistas. El Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas (IVIE), cuyo director, Francisco Pérez, ha reflejado las disfunciones del modelo en el Cercle d’Economia, ha movido el tablero con un informe extenso en el que se concluye que Madrid no debería añadir a los efectos de capitalidad una competencia fiscal tan agresiva. Esa apuesta va en detrimento de otros territorios y atrae inversiones y talento que no se pueden retener en el resto de comunidades autónomas. Esa práctica se califica, directamente, de “dumping fiscal”.
Modelo de financiación
En ese contexto se enmarca también un detallado estudio de Funcas –40 años de descentralización en España (1978-2018), balance y perspectivas–, coordinado por el economista Santiago Lago Peñas, que aporta un tema principal: la falta de organismos técnicos independientes que permitan, desde una voluntad objetiva, la estimación de las necesidades de gasto de las autonomías o la recaudación normativa de los tributos cedidos en cada territorio, o que diriman los agravios comparativos que se exhiben de forma periódica. Una de las consideraciones que se realizan es que existen importantes diferencias en las preferencias sobre el grado de descentralización entre las comunidades, y que, por lo tanto, eso llevaría a estudiar con determinación “soluciones asimétricas”, que, además, tendrían un componente político importante como el de “afrontar las presiones secesionistas”.
Se trataría de fórmulas que sí podrían conducir a un pacto fiscal –la demanda catalana–, aunque se debe tener en cuenta, como ha reflejado Jacint Jordana en el ciclo del Cercle d’Economia, que la intensidad del enfrentamiento político en España impide en estos momentos esas propuestas, al entenderse como “privilegios”. En el estudio de Funcas se recuerda, además, que con la crisis se ha producido, al mismo tiempo, una apuesta por la “recentralización” por parte de algunas autonomías y de algunas fuerzas políticas y muestra que, en realidad, el modelo carece de lógica interna, con situaciones muy dispares.
Pero la ‘via valenciana’ de Ximo Puig, que viene a recuperar dinámicas catalanas de los años anteriores al ‘Procés’, pasa también por un nuevo modelo colaborativo y no radial respecto a las infraestructuras. Ha sido la determinación de políticos y empresarios valencianos, con el liderazgo de Josep Vicent Boira, comisionado del Gobierno para la construcción del corredor mediterráneo, lo que ha puesto el acento en este eje de transporte. A pesar de que los dirigentes políticos catalanes en los últimos años han estado en otra cosa, a juicio de Puig, que entiende que no ha contado con el apoyo necesario, esa infraestructura es vital también para Cataluña. El peso de las dos comunidades en el conjunto de España es notable: las dos suman el 28,3 % del PIB español, y con Murcia y Andalucía, esa España mediterránea del corredor representa hasta el 45 % del PIB.
El fondo de reconstrucción europeo puede ayudar de forma definitiva a alcanzar ese objetivo. Es la visión del eurodiputado Luis Garicano, que dejó constancia de ello en el Cercle d’Economia, al indicar que lo que falta para completar el corredor “se hará seguro con las partidas europeas previstas”, al ser una infraestructura ferroviaria que encaja con los objetivos de la Comisión Europea.
El mensaje que se envía desde Valencia es que se trata de una cuestión de PIB, pero no únicamente de PIB, y que se debe restablecer una colaboración que prácticamente ha desaparecido. “El bloqueo catalán que ha acompañado al ‘Procés’ se ha traducido en la práctica en la desaparición de las relaciones institucionales entre nuestras comunidades desde 2017”, asevera Puig.
La cuestión es si hay un proyecto alternativo al que impera ahora en el conjunto de España. Si ese papel de buscar, desde la implicación, una España que refleje mejor su diversidad lo había protagonizado Cataluña, ahora lo reclama Valencia. Ese nuevo plan pasa por “corregir la España macrocefálica que se identifica con Madrid”, que actúa, según el IVIE y su director, Francisco Pérez, como gran aspiradora de “recursos e infraestructuras, población, órganos e instituciones públicas y privadas, funcionarios estatales, contratación pública y redes de influencia”.
Armonización fiscal frente a Madrid
Uno de los debates que Valencia ha promovido es el de la armonización fiscal, con la intención de que se limite la capacidad de las autonomías de bajar sus impuestos cedidos. Según Ximo Puig, “ejercer el dumping fiscal madrileño desde una posición de ventaja creada artificialmente a partir de un centralismo de muchas décadas y, además, presumir de ello, es, además de injusto y desleal, muy insultante”.
Esa idea está presente también en el estudio de Funcas, y es ilustrativa del cierto consenso académico que existe al respecto. Se señala que no ha habido “una cultura federal” y que no se ha tenido en cuenta las “externalidades negativas” cuando se han cedido impuestos: “Haber descentralizado la tributación sobre patrimonio y Sucesiones y donaciones sin un suelo de tributación es un ejemplo de lo que no debemos hacer. La literatura clásica sobre el federalismo fiscal y las experiencias de hace décadas en Canadá y Australia deberían habernos prevenido al respecto”.
Esa circunstancia se podría resolver en los próximos años, después de que el Gobierno de Pedro Sánchez haya puesto en marcha una comisión de expertos que, con la idea de aplicarla a partir de 2022, consensúen una reforma fiscal que pueda armonizar esos tributos. Se trata de una fórmula que pidió en su momento el consejero de Economía de la Generalitat Antoni Castells al ministro Pedro Solbes y que este no atendió.
La realidad, además, es que, con un crecimiento sostenido de la Comunidad de Madrid –que la ha llevado a tener el mayor peso del PIB en España, con un 19,3 %, desbancando a Cataluña— se ha evidenciado otro problema: la España despoblada, que afecta a comunidades como Castilla y León, o Castilla-La Mancha –por efectos directos del poder de Madrid–, pero también a Valencia o Cataluña, con comarcas con muy poca densidad de población. Esa es otra de las carencias del modelo territorial de España que se debería poder superar, a juicio de Francisco Pérez, director del IVIE, con una mejor distribución del poder y de los recursos del Estado.
Lo que está en juego es una doble pulsión en la que nadie tiene una posición mayoritaria, pero que conduce al bloqueo institucional y político. El gobierno valenciano empuja en una dirección clara para superar ese bloqueo, y Valencia busca como socio a Cataluña, cuyos gobiernos han estado concentrados en una batalla que no ha prosperado. La consideración de Ximo Puig en ese aspecto es diáfana, al entender que hay señales que “están a la vista de todos” y que se deberían poder superar: “Pulsiones atávicas de un nacionalismo español que no es hegemónico y aspiraciones nacionales en la periferia que tampoco son hegemónicas en sus territorios”.
En ese debate territorial, que la pandemia de la covid-19 ha magnificado con intentos de coordinación por parte del Gobierno central, pero con salidas de tono y choques políticos constantes, fuera entre la Generalitat y el Gobierno central o entre la Comunidad de Madrid y el Ejecutivo español, o reproches entre las propias comunidades, se plantea racionalizar y reformar las disfunciones en esa distribución del poder. “Colaboración, lealtad institucional, cogobernanza o cooperación mediterránea”, son apuestas de Ximo Puig, que hace suyas expresiones y reclamaciones del Cercle d’Economia, como la idea de que “el encaje entre Cataluña y el resto de España se debe abordar con coraje, generosidad y voluntad de transacción”.
Disfunciones en las oportunidades
Las disfunciones, en todo caso, existen y son complejas. Francisco Pérez, director del IVIE, señala que la financiación autonómica no lo es todo. La idea es que, si la descentralización política se acometió desde un compromiso con la igualdad de oportunidades en relación con el acceso a los servicios públicos, eso no se ha alcanzado porque faltan instrumentos de nivelación. Las comunidades cuentan con distinta capacidad fiscal; la gestión de la administración central debe ser reequilibradora, no desequilibradora, y las políticas de desarrollo regional deben tener potencia financiera y una orientación eficaz para combatir las divergencias de renta que generan las economías de aglomeración.
Lo que ha pasado en España con la experiencia autonómica es que se está lejos de lo que fijaba la Constitución, y el equilibrio entre autonomía de los territorios e igualdad de oportunidades de los ciudadanos en el acceso a los servicios públicos fundamentales es inestable. ¿Y qué ocurre con ello? Que se han generado reacciones distintas, porque para algunas comunidades o fuerzas políticas lo que falta es autonomía y para otras lo que se necesita es más solidaridad y sobran, en cambio, privilegios. El problema, como indica Francisco Pérez, es que es el propio modelo autonómico el que pierde adeptos, aunque es, todavía y de largo, la opción más defendida por el conjunto de la ciudadanía.
Esa falta de equilibrio ha beneficiado a unas determinadas comunidades: son los casos de Madrid y del País Vasco. Al margen de otras diferencias, lo que ocurre es que el sector público actúa en los dos territorios como una palanca más potente que en el resto de comunidades. Esa dinámica ha llevado a sostener, en el mismo Estado, a tres estados del bienestar distintos: el del País Vasco –con un 60 % más de recursos públicos por habitante– y Madrid, el de la media de comunidades y el de algunas que tienen hasta un 30 % menos de recursos. Por poner un ejemplo, el gasto público por alumno en educación del País Vasco supera en casi un 50% el de Cataluña, según el estudio del IVIE, que dirige Francisco Pérez.
Es la propia lógica del modelo lo que está en discusión, en la línea de lo que apunta el informe sobre las comunidades autónomas de Funcas. El llamado criterio de ordinalidad, que Cataluña ha planteado en diversas negociaciones, se incumple. Y es que hay comunidades pobres que cuentan con más recursos que otras con mayor capacidad fiscal, como es el caso de Extremadura respecto a Cataluña. Francisco Pérez considera que “es tan absurdo como si la renta disponible después de impuestos de un contribuyente con alto nivel de renta resultara menor que la de uno más pobre”.
Asumir la necesidad del cambio
Hay una voluntad política, sobre el papel, de solventar el problema financiero de las comunidades autónomas. El presidente del PP, Pablo Casado, señaló en su intervención en el Cercle d’Economia que las comunidades, y, en concreto Cataluña, deben poder contar “con los recursos necesarios” para ejercer sus competencias. Y se comprometió a buscar fórmulas que pudieran ser satisfactorias para todas. También el presidente de la Junta de Andalucía, Juan Manuel Moreno, en otra intervención en el Cercle d’Economia, se pronunció sobre la posibilidad de un acuerdo conjunto, aunque incidió en la capacidad de maniobra de cada comunidad para asegurar el crecimiento económico. El Gobierno central tiene pendiente, a lo largo de esta legislatura, la reforma del sistema de financiación, pero no se concreta todavía ninguna fórmula.
Y es que se han producido dinámicas perversas, que han llevado a que dos territorios, por vías distintas, puedan exhibir una mayor prosperidad, como el País Vasco y Madrid. El punto culminante se ha producido en la Comunidad de Madrid y, en concreto, en la ciudad de Madrid, por la mayor acumulación de servidores y organismos públicos del Estado. Es un fenómeno que sucede en otros países, pero que en estados federales como Alemania se intenta compensar con una distribución territorial de los órganos del Estado federal. De los 150 000 empleados del sector público estatal localizados en Madrid, hasta unos 45 000 serían deslocalizables por la naturaleza de sus actividades. Francisco Pérez apunta que el porcentaje de empleo público estatal sobre el empleo público total es del 39 % en Madrid,del 20 % en el conjunto de España, del 8 % en Cataluña y del 14,5 % en la Comunidad Valenciana.
Esos dos puntos de distorsión del sistema se deberían superar para mejorar al conjunto de las comunidades. En el caso del País Vasco no se pone tanto en duda el concierto económico, que se recoge en la Constitución, como el cupo, que se calcula de una forma más política que técnica. En ese sentido, el informe de Funcas deja claro que habría una forma de solucionarlo: “Respetando el sistema de concierto, es posible calcular mejor la contribución del País Vasco y Navarra –las comunidades forales– a las competencias no asumidas y, en particular, a la nivelación interterritorial. De hecho, el régimen común y el foral podrían y deberían generar resultados similares. En la medida en que ese cálculo más preciso conllevaría un fuerte incremento en el importe del cupo vasco y la aportación navarra, sería razonable pensar en un largo periodo transitorio para suavizar el efecto financiero”.
Las reformas posibles
Hay recetas para cambiar esa situación, que pasan por una apuesta política colaborativa, pero también con instituciones políticas que pudieran ser más propias de un estado federal, que redistribuyera el poder y que equilibrara en el territorio las palancas públicas de las distintas administraciones. Si se pretende dar un salto económico, es preciso liberar energía del desgaste que supone un cuestionamiento sistemático del modelo. “Sin reformas, las tensiones territoriales consumen esfuerzos de los gobiernos que deberían dedicarse a tareas modernizadoras, tan necesarias en un escenario como el actual. Las administraciones tienen mucho que mejorar para que la sanidad, la formación, la inclusión social, la digitalización, la regulación o la lucha contra el cambio climático estén a la altura de los desafíos”, en palabras de Francisco Pérez.
Sin embargo, hay una cuestión política en el seno del debate. No se trata únicamente de una distribución de competencias y de una asunción de responsabilidades a la hora de decidir el gasto o comprometerse con los ingresos fiscales. El bloqueo político en España se debe, también, al pulso que enfrenta dos concepciones del Estado distintas. Lo apunta Jacint Jordana, quien considera que construir “la nación” ha sido una aspiración constante a lo largo de los últimos siglos en España, pero que este ideal no se acabó de completar nunca y eso “ha tenido un fuerte impacto en el modelo territorial”. Es decir, se debería plantear, a juicio de Jordana, una superación de esa aspiración, que ha provocado, hasta ahora, un bloqueo político. Y, como Ximo Puig, plantea una exigencia que apunta en dos direcciones: hacia las élites políticas españolas y hacia las élites políticas independentistas, que han hecho de Cataluña un modelo de “Estado comunidad”. Es “la imposibilidad de construir un estado nación homogéneo” lo que se debería aceptar, de la misma forma que ese secesionismo debería asumir la pluralidad interna de la comunidad.
Las reformas profundas no debieran realizarse sin un amplio consenso. En esos momentos lo único que se puede plantear son “ajustes”, aunque estos pueden actuar de palancas para las reformas posteriores. Ahora bien, ¿qué reformas? Existe un cierto consenso académico que se ha planteado en diversos foros y publicaciones. El Cercle d’Economia tiene experiencia en ello, al dar voz a diferentes expertos a lo largo de los años, y también con posicionamientos y notas de opinión contundentes. Lo que plantea Jacint Jordana –que vio en el inicio del proceso independentista una lucha entre las élites de las dos grandes ciudades españolas, Madrid y Barcelona, para posicionarse en un siglo xxi mucho más competitivo y exigente– es “un nuevo arreglo constitucional, con elementos asimétricos –en la línea del informe de Funcas– e inspiración federal”. También se pone sobre la mesa la desconcentración de la administración general del Estado y de sus instituciones centrales en el conjunto del territorio y el reconocimiento de la pluralidad nacional y lingüística de España, “de forma ajustada a las complejidades territoriales”.
El papel de Cataluña
Queda por definir el papel de Cataluña en esa posible transformación. Uno de los elementos centrales en el desarrollo de las comunidades autónomas ha sido el modelo de financiación. A lo largo de todo el proceso, desde la primera cesión del 15 % del IRPF a las comunidades, a partir de 1993, Cataluña ha sido la gran impulsora. Las negociaciones siempre se han establecido entre los gobiernos de la Generalitat y los gobiernos centrales, y, tras alcanzar los acuerdos, se extendían con mayores o menores retoques al resto de comunidades. El último acuerdo se produjo en 2009, entre la ministra de Economía, Elena Salgado, y el consejero de Economía de la Generalitat, Antoni Castells. Pero, desde el inicio del proceso independentista, los políticos catalanes se han ido desentendiendo de esas negociaciones, y tampoco han querido participar en las instituciones compartidas, como el Consejo de Política Fiscal y Financiera. Es decir, y ese es el reproche de presidentes autonómicos como Ximo Puig, el independentismo no quiere volver a lo que entiende que es el pasado.
Pero ese absentismo no es más que la expresión de la frustración por las expectativas no cumplidas. Sin renunciar a sus objetivos, el independentismo debe ser consciente de que lo más probable es que el futuro de Cataluña se siga situando en el marco español y europeo, al menos en el corto y medio plazo. La honestidad en el reconocimiento de los hechos debe prevalecer sobre la dinámica de las emociones. Y en este contexto, la defensa de los intereses de Cataluña pasa por la participación en las instituciones del Estado español, tejiendo complicidades con otras comunidades autónomas para impulsar un modelo alternativo al del centralismo absorbente.
Crisis institucional
Las democracias occidentales están inmersas en una crisis institucional que guarda relación con distintos factores. Aunque la cuestión económica derivada de las crisis que se desencadenaron a partir de 2008, y que han vuelto a aflorar con la pandemia de la covid-19, explica en parte el fenómeno, el desapego ciudadano hacia las instituciones y el aumento de la polarización tiene también otras causas, tales como la búsqueda de referentes identitarios o la reafirmación de la propia dignidad. En Cataluña se ha vivido una polarización en torno al proyecto independentista que ha influido de forma notable en la gobernación de los asuntos públicos. El debate en torno a la independencia ha desplazado la atención por la gestión, en perjuicio del conjunto de los catalanes. Un liderazgo irresponsable puede hacer que un sentimiento legítimo de afiliación se convierta en una ola emocional incontrolable. También esa polarización se ha producido en el conjunto de España, con descalificaciones entre los dirigentes públicos y con una competencia política llevada al extremo, que obliga a una catarsis si se quiere garantizar el propio sistema democrático.
Se trata, en todo caso, de una tendencia que se ha producido en muchos otros países y que se ha vivido de forma especial en Estados Unidos, faro durante décadas del conjunto de las democracias liberales. Nos referimos a un determinado lenguaje, al trato del adversario político como alguien que se debe desterrar del debate público, como un ser que es inferior desde el punto de vista moral. En Estados Unidos la imagen del asalto al Capitolio, con seguidores del expresidente Donald Trump disfrazados con cuernos en la cabeza, provocó un sobresalto y actuó como un resorte de alcance mundial que obliga a replantear como se deben gestionar sociedades cada vez más complejas.
Esa idea sobre el cambio en la política la ha identificado el filósofo Daniel Innerarity como una transformación de la cultura política, que, en gran medida, ha venido marcada por la experiencia en Estados Unidos. Durante décadas, el adversario político era alguien con el que se podía llegar a un acuerdo, con el que, a partir de cesiones mutuas, se alcanzaba un consenso beneficioso para el conjunto de la sociedad. Eso, sin embargo, es lo que ha cambiado, al introducir un componente moral, provocando una situación en la que el otro es “estúpido o moralmente inferior”.
Para superar ese clima es necesario volver a plantear cuestiones que resultan básicas para una democracia: la izquierda no puede pretender tener el monopolio sobre la justicia ni la derecha sobre la libertad, o el soberanista sobre su comunidad, despreciando al que se declara abiertamente cosmopolita. Es un fenómeno que se ha difundido en Occidente y que ha trastocado, de forma especial, a los países del Este europeo. Lo señaló la periodista e historiadora Anne Applebaum, invitada por el Cercle d’Economia, al señalar que en países como Polonia una mitad de la sociedad había levantado un muro contra la otra, con la dificultad consiguiente para establecer puentes, y con la Unión Europea como un árbitro con muchas dificultades para asegurar la necesaria separación de poderes, que es la principal característica que debe proteger una democracia, como apunta Miguel Trias.
También ha ocurrido en Hungría, con una característica propia, y es que el propio poder ejecutivo, con Victor Orban, se ha adueñado de las instituciones, lo que provoca grandes dudas acerca del funcionamiento de esa democracia. Es decir, ¿hasta qué punto esas democracias pierden su esencia y mudan hacia otro sistema político, aunque guarden unas ciertas formas? Es la fuerza del llamado iliberalismo, que se afianza en los países del Este europeo por diversas razones. Una de ellas, y es la que plantean Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, autores del ensayo Cómo mueren las democracias, es que esos países ven en la Unión Europea una especie de gendarme que les dicta lo que es moralmente superior, unas normas que se han elaborado a lo largo de los años en las democracias occidentales, y que no casan con la cultura política enraizada en esa parte de Europa que estuvo bajo el yugo soviético.
Lenguaje de guerra
La división social viene provocada, en primer lugar, por el lenguaje. Y se ha planteado en Estados Unidos,al entender al adversario político casi como un enemigo de guerra que se debería apartar o dejar en la estacada. La periodista y directora del diario Ara, Esther Vera, plantea que esa polarización siempre ha existido entre los estadounidenses y que prueba de ello fue la enorme crispación en los años sesenta y setenta, con el asesinato del presidente Kennedy; de su hermano, el senador Robert Kennedy, y del activista de derechos sociales Martin Luther King. Pero ese clima experimentó un giro con la decisión del Partido Republicano de apretar las tuercas de los demócratas.
La figura del republicano Newt Gingrich, que sería presidente de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, marcó un punto de inflexión, con una campaña muy agresiva que cambiaba el molde sobre como se entiende la política. Así lo entienden los dos autores de Cómo mueren las democracias. Gingrich llegó a romper algo esencial en las democracias liberales y que guarda relación con todo aquello que es implícito, que no está escrito en las leyes, pero que se ha respetado durante décadas: acuerdos entre fuerzas políticas para no romper los consensos sobre las instituciones, para respetar códigos y prácticas que fortalecen la democracia, que en Estados Unidos se plasmaban en la aceptación de las reglas sobre las nominaciones de jueces que realizaba el presidente del país. Con Obama los republicanos rompieron ese pacto no escrito y Trump remachó esa posición con la designación de una jueza poco antes de las elecciones, sin tener en cuenta las protestas del Partido Demócrata.
La figura de Gingrich es importante por ese cambio de lenguaje, que ha ido contaminando, desde Estados Unidos, al resto de democracias occidentales. En la campaña de las elecciones al Congreso en un distrito de Georgia, un joven Gingrich, a finales de los años setenta, reclamaba a sus simpatizantes que cambiaran el guion. Es ilustrativo y vale la pena destacar sus palabras de entonces para entender qué ha ocurrido después. “Estáis luchando en una guerra, una guerra por el poder. Este partido no necesita otra generación de aspirantes a líderes cautelosos, prudentes, cuidadosos, anodinos e irrelevantes. Lo que de verdad necesita son personas dispuestas a librar un combate acalorado”. Y concluía: “¿Cuál es el objetivo principal de un líder político? Construir una mayoría”. Ese fue uno de los momentos de cambio en la cultura política, que se ha plasmado en esa voluntad de considerar al otro como “moralmente inferior”, en palabras de Innerarity.
El peligro de esa polarización es que se pongan en cuestión, por lo tanto, las instituciones, que deben representar a todos los ciudadanos y que deben ser reconocidas por ellos. Es una posición que defiende Josep Piqué, que sufrió en carne propia esa gran división en Cataluña en el proceso de elaboración del Estatut, a pesar de que el exministro, exdirigente del PP de Cataluña y expresidente del Cercle d’Economia, mantenía y conserva todavía buenas relaciones con muchos de los dirigentes nacionalistas de aquel momento. El problema aparece cuando al adversario se le niega la “legitimidad política”, cuando se considera que no debe participar en el debate público. Una circunstancia que se produjo cuando, en ese proceso inicial del Estatut, se apartó al PP a partir del llamado Pacto del Tinell. El PP podía ser un partido minoritario en Cataluña, pero no lo era en el conjunto de España. Y eso supuso un obstáculo para la propia suerte del Estatut. Es un ejemplo de cómo las democracias se pueden herir a sí mismas si se ignora un campo de juego compartido por todos.
El problema, en todo caso, no reside en los propios temas sujetos al debate. No se trata de que la reivindicación independentista pueda romper todos esos moldes de la democracia o que una petición de carácter social se convierta en irresoluble. Son abordables todas esas cuestiones, también la forma de estado, si existe un método que sea compartido y que resuelva esa tensión social.
Las transformaciones en el juego político, las diferencias entre fuerzas políticas no deben llevarnos a un discurso apocalíptico o a pensar que el pasado fue mucho mejor o más fructífero. Los contemporáneos lo viven con mayor crudeza y pasión, pero esa polarización en una democracia, o la competición entre los actores políticos, ha existido siempre. Esas son las lecciones que deberíamos tener en cuenta, a juicio de Innerarity y de Esther Vera. La solución no pasa por escandalizarse ante el deterioro de las sociedades democráticas, sino por aceptar que las causas de esa polarización deben ser abordadas una por una, buscando un necesario y vital consenso.
En todo caso, sí ha habido cambios importantes. Lo clarifica Josep Piqué, al considerar que ni se puede considerar un gobierno ilegítimo cuando ha sido votado por el parlamento ni se puede despreciar a la oposición con la etiqueta de que es heredera del franquismo o que es, directamente, “fascista”. Piqué se refiere a Estados Unidos, donde el expresidente Trump, justo después de las elecciones, tachó de ilegítima la victoria del presidente Biden, pero también indica con claridad la situación que se vive en España.
Por unas instituciones compartidas
Desde la derecha se ha considerado que el Ejecutivo de Pedro Sánchez era ilegítimo porque arrancó a partir de una moción de censura que el PP no aceptó –aunque hubiera elecciones con posterioridad–, y desde la izquierda alternativa de Podemos se hurga en el origen del PP, un partido que ha gobernado y que ha dado dos presidentes del Gobierno democráticamente elegidos.
Las democracias deben ser competitivas, en el sentido de que las distintas fuerzas políticas deben tener la capacidad de ser alternativas de Gobierno. La principal objeción, entre muchas otras, al periodo de la Restauración en España en el siglo xix y principios del xx fue la de la falta de competencia real entre partidos, que los llevaba a aceptar la oposición, sabiendo que, en muy poco tiempo, por el sistema de turno se encontrarían al frente del Gobierno. Con la Constitución de 1978, el legislador protegió con especial cuidado a los partidos, y la competencia entre ellos ha dado como resultado una democracia que ha permitido la alternancia. Sin embargo, el desmedido afán partidista conlleva una imposibilidad del consenso. Y eso es ahora un problema para la propia estabilidad del sistema político en España: la falta de acuerdos transversales y duraderos en el tiempo, que ha hecho imposible, entre otras cuestiones, la aprobación de una Ley de Educación aceptada por todos. De hecho, ese ámbito, el de la educación, ha sido hasta ahora el terreno abonado para reflejar todas las diferencias ideológicas, como indica Miguel Trias.
Las instituciones deben ser compartidas y deben servir para que todos los ciudadanos se sientan cómodos. Es la posición que reitera Josep Piqué, pero al propio tiempo se pregunta qué ha ocurrido en España con la Constitución de 1978, con el llamado ‘régimen del 78’, en una acepción negativa así calificada por Podemos y el independentismo catalán.
La calidad de la propia democracia en España está en juego, si no sabe actualizar el consenso que sí se produjo en 1978 con posiciones muy enfrentadas en aquel momento. Es la pregunta que el conjunto de los actores políticos debería responder, para dar una salida, entre otros asuntos, a la reivindicación que se ha planteado en Cataluña en los últimos diez años por parte del independentismo.
Lo plantea la directora del diario Ara y lo corrobora Innerarity, al considerar que la respuesta a ese reto no puede ser la de temer que se abra “la caja de pandora”. Si eso sucede, si prima el temor a replantear las cosas, es que tenemos “muy poca confianza en nosotros mismos”. Ese reto también se debería plantear sobre la forma de Estado. Lo que se debería asegurar es que las instituciones en España “sean más robustas”, y eso se conseguiría con esa actualización de la Constitución, o, abordando, en todo caso, los nudos que se han ido acumulando en todos estos años.
Apuesta por la moderación
Desde la premisa, a pesar de los agoreros, de que no estamos en los años treinta ni la democracia vive la situación de precariedad de la República de Weimar, como indica Innerarity, las instituciones sí deben cuidarse con esmero para que no reflejen motivaciones de parte, para que no sean asimiladas por una determinada facción. Esa es la posición de Josep Piqué, al recordar que las reformas pueden resultar contraproducentes. La Constitución de 1978 logró algo que en la historia de España no se había producido. Antes, las Constituciones se derogaban en función de las fuerzas políticas que accedían al poder y las reformas eran inexistentes. Se consideraba que era mejor poner en pie una nueva que intentar reformar la vigente.
Con la de 1978 se consiguió un campo de juego común, en el que todas las fuerzas políticas habían cedido y se podía caminar de forma conjunta. Un cambio, ahora, podría poner en peligro ese consenso, porque existe el riesgo de que se primen intereses particulares. “Las instituciones deben ser de todos” es la reflexión en la que incide Piqué, aunque el debate puede permanecer abierto en los próximos años si no se resuelven los problemas de fondo que plantea Vera, como el problema político que se ha instalado en Cataluña. Pero lo que teme Piqué es que cualquier cambio que se pueda producir no cuente con un consenso amplio, como sí ocurrió en 1978, y se rompa, por lo tanto, el apego a las propias instituciones por parte de la mayoría de los ciudadanos.
España no ha sido un caso aislado ante un fenómeno global, pero especialmente intenso en las democracias occidentales. En ese contexto, lo que se dirime, y con la experiencia de la gestión de la pandemia de la covid-19, es cómo el mundo occidental puede asegurar su propio modelo.
El mundo oriental ha puesto sobre la mesa sus propias reglas, con un mayor control social, con valores muy distintos a los occidentales: prima el colectivo frente al individuo, y la entrega de datos personales al Estado no es algo que se deba lamentar, sino un instrumento beneficioso para la colectividad. No es una cuestión de regímenes autoritarios, como es el caso de China, sino de una cultura oriental que no ve en la Ilustración de Occidente un conjunto de valores universales. Es la posición de China, pero que también comparten países democráticos como Taiwan o Corea del Sur. Ante eso, las democracias liberales occidentales deberán decidir. Piqué entiende que el precio que pagaría Occidente sería demasiado alto: “Si el coste es el control del individuo por parte de la sociedad, no estamos dispuestos a pagarlo”.
Ahora bien, las democracias occidentales deben entender que el mundo ha cambiado con la incorporación y la extensión de las nuevas tecnologías y las redes sociales. Para el sistema político es un reto y también un riesgo. Donald Trump se comunicaba con sus propios votantes y simpatizantes, y, de hecho, con todos los ciudadanos, de forma directa a través de esas redes. Y eso puede resultar letal, pero también beneficioso. La tecnología es un instrumento que ha golpeado a las democracias con sus mensajes simples y directos, pero su influencia dependerá del uso que se les dé. Y dependerá también de una palabra que Piqué repite para asegurar el buen funcionamiento de la democracia: “moderación”, tanto en el lenguaje como en los cambios que se puedan implementar.
La búsqueda leal de consensos básicos es esencial para reconstruir España y ofrecer a sus ciudadanos un modelo que genere sentido de pertenencia. Las reformas necesarias en el sistema productivo y en la administración pública, la utilización adecuada de los Fondos Next Generation y la articulación de un nuevo consenso en materia territorial requieren un nuevo clima político. Aunque es previsible que los próximos meses vivamos una considerable reacción de nuestra economía, los desajustes producidos por la pandemia y las reformas pendientes van a requerir medidas impopulares que solo en un clima de entendimiento se van a poder abordar.