La revolución que configuró la Cataluña contemporánea

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Marc Prat. Economista y doctor en historia por el Instituto Universitario Europeo (Florencia). Es Profesor Agregado de Historia Económica en la Universidad de Barcelona. Ha investigado sobre la historia económica de Cataluña y España en los siglos XVIII, XIX y XX.

La revolución que configuró la Cataluña contemporánea

En 1929 un joven geógrafo francés llegaba a Cataluña para estudiar cómo la región de Barcelona se había convertido en una zona plenamente industrial en el contexto de una España atrasada. Para poder explicarlo, pronto se dio cuenta de que tenía que echarse atrás en el tiempo. El geógrafo se convirtió en historiador y dedicó treinta años a analizar el desarrollo del capitalismo en Cataluña durante el siglo XVIII. Se quedó, pues, a las puertas del proceso industrializador, pero, sin embargo, nadie podrá decir nunca que perdió el tiempo. Este francés, ya no tan joven, se llamaba Pierre Vilar y su monumental «Cataluña en la España moderna» es seguramente el libro más importante que se haya escrito nunca sobre Cataluña.

Aunque la Revolución Industrial en sentido estricto tuvo lugar en Cataluña a partir de los años treinta del siglo XIX, el interés de Vilar en el XVIII estaba plenamente justificado. Desde las últimas décadas del siglo XVII se había extendido en la franja costera catalana el cultivo de la vid. Las guerras entre Francia y Holanda habían propiciado que las viñas catalanas hubieran sustituido a las francesas en la provisión de aguardiente en la Europa del Norte. Además de contar con las condiciones climáticas adecuadas, el hecho de que los agricultores tuvieran capacidad de decisión y fueran los principales beneficiarios de las ganancias obtenidas con el cambio de cultivo explica que fuera sobre todo en Cataluña donde se aprovechara esta oportunidad. La opción por la vid implicaba abandonar los cultivos de autoconsumo y producir para el mercado, dedicar más horas de trabajo para obtener más ingresos; en definitiva, especializarse. Durante todo el siglo XVIII se extendió el cultivo de la vid para las comarcas litorales y prelitorales catalanas, e incluso en zonas tan alejadas del mar como el Bages. La consecuencia más importante de este hecho es que la especialización de unos propiciaba la especialización de otros. Aquellos agricultores que debían dedicar más horas al cultivo de la vid no podían emplear tiempo en producirse sus propios tejidos, pero a la vez disponían de unos ingresos monetarios para comprarlos a otro. Esto abría la posibilidad de que otras zonas menos propicias a la viticultura, como el Pre-Pirineo o determinadas áreas de la Cataluña Central, se especializaran en la producción de tejidos de lana, o que la plana de Lleida lo hiciera en la provisión de cereales. Esta dinámica de especializaciones recíprocas gracias al intercambio económico en el mercado llevaba, como explicó muy bien Adam Smith, al aumento de la productividad del trabajo y de la renta per cápita.

En la Cataluña del XVIII, pues, prosperó la manufactura lanera, basada en gran parte en trabajo rural, y otros bienes como el papel o los clavos de hierro. Surgió también la manufactura de indianas, tejidos de algodón al estilo de los que se producían en la India y que, gracias al proteccionismo, se implantó principalmente en Barcelona. En la década de 1780 Barcelona se convirtió en la ciudad de Europa donde se estampaban más tejidos. Muchos de ellos eran lienzos provenientes del Norte de Europa que se pintaban en Barcelona para poder ser reexportados a la América española, pero otros eran indianas tejidas en la ciudad. Si durante mucho tiempo el hilo de algodón se había importado de Malta, ahora cada vez más venía algodón en rama del Imperio americano y era hilado por las campesinas catalanas que hasta entonces habían hilado lana. Muy pronto se difundió el uso de la primera máquina de hilar de la Revolución Industrial británica, la spinning jenny, que acabó teniendo una versión agrandada autóctona, la bergadana.

La prosperidad agrícola y manufacturera harán que la población catalana se doble durante el siglo XVIII, que se creen capitales, capacidades empresariales, calificación de la mano de obra y redes comerciales que serán fundamentales, tras la Guerra de la Independencia y de un periodo de crisis, para que Cataluña sea la única región mediterránea entre las primeras seguidoras de la Revolución Industrial británica. Como explicó el gran especialista en el tema Jordi Nadal, recientemente desaparecido, a partir de la instalación del Vapor Bonaplata en el Raval en 1833, en menos de tres décadas se produjo un gran esfuerzo tecnológico e inversor que construyó una industria textil algodonera moderna. La falta de carbón de calidad en Cataluña, el alto coste de las subsistencias por la baja productividad de la agricultura cerealícola española y el mayor precio que se tenía que pagar por el algodón en rama afectaron la competitividad de la industria algodonera catalana. El proteccionismo fue condición necesaria para el éxito de este proceso y principal caballo de batalla de la burguesía catalana en sus relaciones con el Estado. El mercado español fue imprescindible y al tiempo condicionó las posibilidades de la industria catalana durante muchos años. El problema del carbón hizo que a partir de finales de la década de 1860 se volviera a apostar con fuerza por las fábricas de río, impidió que se desarrollara con éxito una siderurgia moderna y retrasó el crecimiento de la industria metalúrgica. La industrialización catalana del siglo XIX se basó en los bienes de consumo. La mecanización transformó también el textil lanero, la moltura de grano y la industria papelera. El éxito del textil arrastró otros sectores gracias a las economías de aglomeración.

La industrialización transformó la sociedad catalana. La burguesía fue un grupo social modernizador y, a la vez, conservador frente a las demandas del movimiento obrero. La quema del Vapor Bonaplata en las bullangas de 1835 abrió un arco de conflictividad social que culminó en la revolución de julio de 1936. Cataluña era el principal motor económico de España, pero, al mismo tiempo, era incapaz de liderarla políticamente. La burguesía catalana quería transformar España defendiendo sus intereses, pidiendo al Estado aranceles y orden cuando era necesario. La lengua y cultura propias, el recuerdo de las antiguas instituciones y, en definitiva, la identidad diferenciada, difícilmente se hubieran mantenido como lo hicieron sin la potencia industrial.

Durante el primer tercio del siglo XX la estructura de la economía catalana se diversificó, a raíz de la adopción de las innovaciones de la Segunda Revolución Industrial como la electricidad, que en gran medida alivió el problema energético y permitió la mecanización de varios sectores, y del automóvil. Esta dinámica continuó durante el franquismo, a partir de 1950, con la expansión del sector metalmecánico, el de material de transporte, el químico-farmacéutico y el editorial. A diferencia de otras regiones industriales, Cataluña ha sabido reinventarse y las crisis de los sectores maduros han sido compensadas por los auges de nuevos sectores. A mediados de la década de 1960 la industria suponía el 43 por ciento del valor añadido agregado de la economía catalana. Aunque después el sector servicios ha ido siendo cada vez más dominante, un fenómeno por otra parte común a todas las sociedades desarrolladas, Cataluña ha seguido siendo, a pesar de las crisis, una sociedad industrial. Sin embargo, nada se puede dar por seguro: que Cataluña siga teniendo actividades de alto valor añadido y salarios relativamente altos dependerá, en gran medida, del mantenimiento de un sector industrial potente. Después de todo, mucho de lo que hemos hecho y sido en los últimos doscientos años lo debemos a la industria.

La revolución que configura la Cataluña contemporánea

Marc Prat

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