Defender la democracia y cambiar el sistema

No hay ninguna duda de que, tras la crisis, la actividad ha vuelto a remontar y que los hogares, en conjunto, se encuentran en una situación económica más confortable. La mejora económica, sin embargo, parece que no está yendo acompañada de una mejora del bienestar de la población. Este fenómeno, aparentemente paradójico, se observa en la mayoría de países desarrollados y España, desgraciadamente, no es la excepción.

La diferente evolución entre los principales indicadores macroeconómicos y los índices de felicidad es un buen ejemplo. El PIB per cápita ya hace unos años que ha superado los niveles anteriores a la recesión. En cambio, el índice de felicidad que elabora la ONU muestra una fotografía muy diferente: en la mayoría de países desarrollados se observa un notable descenso respecto a los niveles alcanzados en los años anteriores a la crisis.

Más allá de las dificultades para medir un concepto tan difuso como la felicidad, el índice que actualiza regularmente las Naciones Unidas ilustra el mal ambiente de fondo que parece que se respira en muchos países. Una parte del descontento, seguramente, se debe a los efectos de la crisis económica: el fuerte y persistente aumento del paro, las expectativas frustradas de muchas personas, la pérdida de confianza en instituciones clave para el buen funcionamiento de la economía y la sociedad, y un largo etcétera de situaciones que costará años corregir, y aún más olvidar.

Pero no lo podemos fiar todo a la recuperación económica. Buena parte del descontento se debe, también, al impacto que está teniendo el cambio tecnológico y demográfico en múltiples dimensiones y que se está traduciendo en un aumento de la desigualdad y de la inseguridad sobre la situación económica futura.

Tanto es así, que la presión para buscar mecanismos de redistribución más eficaces hace años que va en aumento. También está aumentando la presión para que se lleven a cabo políticas económicas que den una mayor certeza a la ciudadanía sobre el contexto económico en que se moverá a corto plazo aunque, a veces, algunas de estas políticas puedan conllevar un coste importante a medio y largo plazo.

Afrontar estos retos ponderando adecuadamente los costes y beneficios de cada una de las alternativas es tan difícil como imprescindible.

En cuanto al modelo educativo, por ejemplo, tendremos que valorar como conjugarlo con la llamada economía creativa. La proporción de trabajos en los que la capacidad creativa de las personas es fundamental va en aumento, y todo apunta a que esta tendencia se acentuará en los próximos años. Varios estudios estiman que en la próxima década el peso de este tipo de trabajos aumentará entre el 30 y el 40%. Adaptar el sistema educativo, todavía muy centrado en potenciar las habilidades necesarias en la economía del conocimiento, no será fácil, pero es imprescindible para que el máximo número de personas pueda desarrollarse profesional y personalmente a la economía del futuro. Si no afrontamos este reto, el descontento muy probablemente crecerá.

El cambio de modelo económico también está afectando de manera profunda el mercado laboral. Por ejemplo, la mayor flexibilidad que permiten las nuevas tecnologías, en muchos sectores, termina yendo asociada a una precarización del trabajo, con un aumento de las relaciones laborales de muy corta duración y que se van encadenando. De hecho, formalmente, estos nuevos puestos de trabajo a menudo son ocupados por autónomos, con niveles de protección laboral bajos, aunque, en la práctica, la relación profesional que mantienen con la empresa es muy similar a la de un empleado. Si no somos capaces de adaptar el marco laboral para dar cabida a estas nuevas relaciones de forma que se logre un mejor equilibrio entre flexibilidad y protección laboral, el descontento aumentará.

Cabe recordar que tanto el cambio tecnológico como el cambio demográfico son, sin lugar a dudas, globalmente positivos. El cambio tecnológico nos permite producir más, con menos recursos, y el cambio demográfico se debe, sobre todo, al aumento de la esperanza de vida. Pero los retos que nos plantean nos obligan a repensar ámbitos clave para el buen funcionamiento de nuestra sociedad.

Unas instituciones democráticas maduras, capaces de canalizar adecuadamente las diferentes sensibilidades sociales, y un mínimo consenso sobre cómo afrontar los retos del futuro, naturalmente, también son imprescindibles.

Desgraciadamente, estos ingredientes básicos para llevar a cabo reformas profundas cada vez parecen más escasos. Hay estudios que apuntan a que la calidad de la información a la que accede la población es muy diferente en función del nivel educativo de cada uno, y de sus ingresos. La calidad democrática de muchos países parece que se está resintiendo, y el aumento de la polarización política que se observa en prácticamente todos los países desarrollados sugiere que la generación de consensos entre personas con diferentes sensibilidades es cada vez más difícil.

Recientemente, en la celebración del centenario de la constitución de la República de Weimar, el presidente de Alemania, Frank Steinmeier, señaló que ni aquella democracia estaba condenada al fracaso, ni la supervivencia de la actual está garantizada. Angela Merkel añadió que cada generación debe defender la democracia. Cierto. El aumento del descontento y la polarización social está yendo acompañado en muchos países del auge de partidos políticos con tics autoritarios. Hay motivos para la preocupación. En muchos países tocará defender la democracia. Pero a esta generación, además, también le toca reformar los pilares del sistema económico y social. Nos guste o no, ahora toca afrontar ambos retos al mismo tiempo. De hecho, seguramente están entrelazados. Son inseparables.

  • Notas: (1) Haldane, A. (2018) "The Creative Economy" (2) Kennedy, P., and Prat, A. (2017), "Information inequality", www.voxeu.org